Educar la afectividad cuando el mundo duele
Hay libros que llegan cuando uno ya no puede mirar hacia otro lado. Donde hay luz no hay oscuridad, de Carolina Illescas, es uno de esos libros. No porque sea oportunista en el momento que estamos viviendo actualmente, sino porque es honesto. Y la honestidad, cuando se habla de afectividad, abuso, heridas y acompañamiento, siempre incomoda un poco.
No estamos ante un texto piadoso en el sentido superficial del término. Tampoco ante un ensayo académico frío. Este libro se sitúa en un lugar mucho más complejo y, por eso mismo, más necesario: el de la pastoral aplicada, la que se mancha los zapatos al pisar la realidad tal como es, no como nos gustaría que fuera, partiendo de la vida misma, de la experiencia.
El capítulo 11 —al que volveré más de una vez— me parece clave para comprender algo que en la escuela y en la educación solemos llegar tarde a reconocer: no educar la afectividad también educa, y casi siempre mal. El silencio, la omisión, el miedo a “abrir melones” deja a niños, adolescentes y jóvenes solos frente a experiencias que no saben nombrar, interpretar ni elaborar.
Carolina no escribe desde la teoría distante. Escribe desde la vida, sufrida en carne propia y sanada con el tiempo y amor. Escribe también desde el contacto con historias reales, desde la conciencia de que el abuso existe —aunque preferiríamos que no— y de que mirar hacia otro lado no protege a nadie. Al contrario: desprotege.
El libro es duro. Lo es porque no edulcora. Porque no convierte el dolor en una metáfora amable. Porque se atreve a poner palabras donde normalmente solo hay silencios incómodos. Pero, y esto es fundamental, no se recrea en la oscuridad. Todo el texto está atravesado por una convicción serena: la luz existe, y puede abrirse paso incluso en los contextos más heridos.
Aquí aparece una idea que me parece central para la educación: acompañar no es resolver, es sostener procesos. Escuchar también sana. En una cultura obsesionada con soluciones rápidas, Carol recuerda algo profundamente educativo y profundamente humano: sanar lleva tiempo, escuchar exige presencia, y educar en la afectividad requiere adultos que hayan hecho —al menos en parte— su propio camino interior.
Como educador, este libro interpela. Mucho.
Nos obliga a preguntarnos si nuestras programaciones, nuestros discursos y nuestros silencios ayudan realmente a construir una afectividad sana o si, sin querer, perpetúan modelos de culpa, miedo o negación. Nos invita a revisar cómo hablamos del cuerpo, del deseo, del consentimiento, del dolor y también de la esperanza.
Hay además un tono que agradezco especialmente: Carolina no se coloca en un pedestal moral. No habla “desde arriba”. Habla desde dentro, con una honestidad que no busca aplausos. Quizá por eso el texto resulta tan creíble y tan exigente al mismo tiempo.
En lo personal, leer este libro ha tenido un componente emocional añadido. Carolina y yo compartimos adolescencia y juventud en Puertollano. La vida nos llevó por caminos distintos —como suele pasar—, pero queda ese hilo invisible de la amistad temprana que hace que leerla sea también reencontrarse. Como dice una canción de Toño Casado, el ilustrador, curartista y amigo compartido, hay “aunque un momento de años” que separa, no se borra lo esencial.
Y quizá eso sea también una metáfora educativa: las experiencias profundas no desaparecen, quedan ahí, esperando ser iluminadas, comprendidas, integradas.
Donde hay luz no hay oscuridad no es un libro para leer deprisa. Es un libro para detenerse, para subrayar, para volver. Un libro que no tranquiliza de forma barata, pero que ofrece algo mucho más valioso: verdad, esperanza y camino.
En un mundo donde el abuso existe, educar en la afectividad no es opcional. Es una responsabilidad ética, pedagógica y profundamente humana. Este libro lo recuerda sin estridencias, con firmeza y con una luz que no deslumbra, pero guía.
Y eso, hoy, ya es mucho.
¡Gracias Carol!

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